A mí me conquistan con las palabras y me enamoran con los silencios.
Las caricias en la nuca pero nunca en los océanos de mis manos, nerviosas, empapadas, esquivas.
Háblame en la boca y pestañéame en los ojos, respírame dentro y muerde, contenido y salvaje, todo lo comestible.
Y escríbeme. A veces no hace falta hablar. Puedes esconderte en el silencio y escribirme.
¿No te das cuenta de por qué escribo a la gente en cuanto tengo ocasión? Detrás de eso se esconde un deseo intenso de que las palabras vuelvan hacia mí, transformadas, idiosincrásicas, pero que vengan y me salpiquen, que me remuevan del asiento y hagan que algún nudo se deshaga dentro de mí, que alguna entraña se encoja y después se desperece.
Quiero encontrarme en una frase anónima, sin destinatario, lanzada al aire.
Quiero recorrer una y mil veces con los ojos párrafos que hablen de nosotros.
Necesito algo que no se lleve el viento, a lo que pueda acudir cada vez que lo desee, un puñado de letras perennes, que latan y palpitan cada vez que mi mirada se pose en ellas.
Tinta en las venas y palabras clavadas en la piel.
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