La casa se nos está
quedando pequeña:
cada vez hay más trastos
(mediocre forma de llamar
a los recuerdos),
en cada paso que damos
vamos acumulando zapatos
de diferente número y
pisada
pero de similar suela
desgastada,
al saltar los dos al
unísono,
aunque no sean idénticos
nuestros tropiezos
(son nuestras caídas no
simultáneas
las que nos permiten
tender al otro la mano
y ayudarle a levantarse
y mimar los rasguños con
esmero).
Tú, acumulas botellas de
cervezas vacías
bebidas al calor de las
risas cómplices,
regaladas por manos amigas
que tan bien te conocen
(y, por tanto, tan bien te
adoran).
Yo, acumulo libros como ladrillos
que me hacen de sostén y
empuje
cubriendo las paredes
antaño blancas
que son ahora mosaicos de
colores
donde reposan nuestras
esperanzas.
Ambos recolectamos
entradas de conciertos,
pegatinas, tickets y
recortes,
fotografías coloreadas
por la belleza de la pura
alegría,
trozos de la intensidad
del momento,
accesos directos en
nuestro escritorio
a carcajadas pretéritas y
acompasadas,
sabiendo que todos esos
pedazos
cada vez estarán más
acompañados,
y formarán un ejército que
nos proteja,
que el futuro y su
incertidumbre
no asustan ni una milésima
al saber que lo que viene
es todo lo que queramos
acoger
con nuestros cuatro brazos
eternos
y entrelazados.
Es por eso que
la casa se nos está
quedando pequeña:
cada vez es más hogar,
cada vez somos más
grandes,
cada vez somos más
nosotros.
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