Surgen inventarios de las quejas que echaste al aire, sin motivo. Te sientes estúpida por esas veces en que te sentiste desgraciada por nimiedades.
La muerte hace que te des cuenta de qué es lo importante. Le da sentido a las lágrimas: ahora los mares en las pestañas tienen justificación.
Las palabras, solo entonces, se vuelven inútiles. Ninguna logra provocar alivio, es saliva malgastada, buenas intenciones que no sirven para nada. La muerte te hace amar el silencio, la presencia sin sonidos, un apretón en la mano, un guiño de ojos lleno de complicidad.
Los discursos de ese Dios en el que no crees son como arañazos en la herida. Impotencia y rabia. No necesito aferrarme a esa fé. No hay un lugar mejor que éste, no hay mayor paraiso que respirar la luz de la mañana, reir a carcajada, gritar. Estar vivo. La muerte hace que me resulten insoportables los ritos y las tradiciones.
Las miradas y los gestos de los que siempren han estado ahí son tu escudo, la tabla de salvación. Te duele más el dolor del que está a tu lado que el tuyo propio. La muerte hace que valore aún más la familia. El único amor que nunca se acaba.
Imaginas multitud de posibles tragedias. Todo tintado de negro, brazos húmedos y puñetazos al aire. Y una constante macabra pregunta en tu mente: ¿quién será el próximo? La muerte hace que seas consciente de la cercanía muerte.
Tantas cosas que me quedan por hacer. Apreciar la intensidad de mis emociones. Me tatuo un lema en las manos: También esto pasará. Se pasa, se va, todo. Llençat.
Y a ver los tropiezos como experiencias, los fallos como aprendizajes, la mínima sonrisa como un regalo. Prestarle más atención a los pequeños instantes.
Agarrar cualquier excusa para echar de nuevo a volar.
La muerte te hace valorar la vida.
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