La Coleccionista
observa atenta cómo intenta disimular sus manos sudorosas trazando círculos en
la tela descolorida de sus tejanos. Mira de reojo de vez en cuando, intentando
que nadie se de cuenta de la inundación de sus poros. Está solo y está confuso.
Finge que está
leyendo el libro que hay en su mesa, pero pasa las páginas cada demasiado poco
tiempo, y cuando fija la vista su mirada se pierde en los párrafos, que son
como brumas. La línea de sus labios se acomoda ligeramente torcida hacia el
lado inferior derecho. Frunce el ceño, y pasa otra nueva página sin leer, esta
vez más por inercia que por disimulo.
Ella lo observa
desde la distancia, bajo la protección del ser completamente ignorada. Quizá éste me pueda servir… Pero
continúa agazapada, al acecho, a la espera de nuevos movimientos del blanco ya
casi escogido. Es perfecto, determina
tras unos breves instantes de reflexión.
Él tiene algo
que ella busca. Algo que hará completar su colección. Algo que necesita.
Cualquier cosa le
vale con tal de que sea virgen en los labios.
Una anécdota
jamás contada. Un idioma imaginario. Un baile que solo es danzado en la locura de las habitaciones vacías. Dos versos
de un poema que nunca ha visto la luz. Los acordes de una canción que no ha
sido escuchada más que por el que la sintió. Un garabato en una servilleta
olvidado en el bolsillo de una chaqueta. El motivo de una lágrima que desciende
a hurtadillas. Una voz que nadie ha escuchado cantar. La razón de una risa
espontánea adherida a un recuerdo. Un lunar escondido en un recoveco que no ha
sido colonizado ni por besos ni por caricias ni por miradas. Un pecado que no
ha sido confesado, una hazaña que no ha sido premiada. Una infidelidad empapada
de culpabilidad, una herida invisible, un auxilio silencioso.
Algo tan
ridículo, avergonzante o absurdo que nunca ha sido compartido por miedo a
las reacciones y las burlas.
Algo tan
precioso, maravilloso e íntimo que nunca ha sido contado por miedo a la
contaminación de lo ajeno.
Y él tiene uno.
La Coleccionista lo sabe. Con el paso de los años, ha desarrollado un fino
olfato para localizarlos. Le basta con estudiar unos minutos a su víctima para
discernir si será capaz de darle lo que anhela.
Sus dedos
empapados, su mirada perdida, la inestable arquitectura de sus gestos. Ella
sabe que él guarda uno tras el uniforme de su piel. Ella sabe que lo capturará,
sabe que será suyo.
Y no son fáciles
de conseguir.
A veces se tiene
que servir de las más sutiles estratagemas, la más infinita de las paciencias,
para lograr recaudar uno de esos tesoros. Sus dueños los custodian con una
fiereza más o menos consciente, y ella espera paciente a que se decidan a
liberarlos. Después, los teje uno a uno en los rincones de su memoria, los cuida
y los protege, los acaricia y se abriga con ellos por las noches.
La Coleccionista
se acerca sigilosa, y se sienta con descaro justo delante de su objetivo.
Abarca todo su campo visual, pero él apenas se percata. Con un movimiento firme
pero sutil, le cierra el libro que acuna en sus manos.
Con voz cálida y
experta le susurra:
-¿Te encuentras
bien? ¿Puedo ayudarte en algo?
La duda y el
asombro recorren las pupilas de él, abre la boca pero no dice nada, apenas sale
media bocanada de aire.
-Puedes contármelo,
no se lo diré a nadie…-insiste ella con impaciencia bien disimulada.
El alivio relaja
todos sus músculos faciales. Quiere desprenderse del peso que supone enjaular
lo que ansía ser compartido. Desea deshacerse de la soledad que implica que te
duela lo que sólo tú sabes que existe.
Y ella ha
aparecido como un soplo de aire fresco y sano, justo cuando más lo necesitaba,
para evaporar sus sudores y apaciguar sus taquicardias.
Y así, él
comienza a hablar, sabiendo que nunca va a ser mejor escuchado.
Ella es… una
coleccionista de secretos.
Recolecta trozos
de vidas ajenas y nunca, nunca, jamás, se los cuenta a nadie. Asume su
responsabilidad. Porque a quien das tus secretos, das tu libertad, y quien te
da su libertad…te pertenece.
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