Érase una vez una niña que le tenía miedo a lo eterno.
Huía de las promesas, de los planes, de los siempres y de los jamases.
Porque de todo se cansaba, no solía acabar nada de lo que empezaba.
Vivía todo con una intensidad tan potente que no podía durar más de unos cuantos instantes.
Y al final, se acababa desvaneciendo.
Su madre le enseñó la historia de El Principito.
Le mostró la importancia de cuidar a los tuyos,
aunque estés en otro planeta.
Como el protagonista de esta historia,
la niña *no renunciaba a una pregunta una vez que la había formulado.*
Y preguntando y preguntando,
la niña no pudo evitar crecer y se convirtió en una muchacha salvaje.
Iba sembrando un caprichoso caos bajos sus pies,
y dejó a su paso carcajadas y bailes,
mares de llantos (*es tan misterioso el país de las lágrimas...*),
trozos de corazón y de piel,
dudas y locuras,
gritos y unos cuantos dramas innecesarios.
*Era demasiado joven para saber amar*,
pero aun así lo intentó de todas las maneras que supo.
Coleccionó algunas despedidas,
se dejó zarandear por el viento,
y se rodeó de grandes pájaros que la ayudaban a volar
cuando ella no tenía fuerzas para hacerlo.
Comenzó a comprender que
*hay que exigir a cada uno lo que puede dar*,
incluso a una misma,
y que había cosas que sí que era imprescindible
que duraran para siempre:
sus familia y sus amigos.
Porque *si ellos, por ejemplo, venían a las seis ella comenzaba a ser feliz a las cinco.*
Y se dijo, sin miedo en los labios,
que ellos estarían ahí para siempre,
y que ella jamás los perdería.
Entonces la muchacha, igual que El Principito, conoció a una rosa.
Y se dejó domesticar.
Porque domesticar no significa doblegar o subyugar.
*Domesticar significa crear lazos, ser único para otro en el mundo, y que él lo sea para ti.*
Ella invirtió amor y tiempo con su rosa, y eso fue lo que la hizo importante.
Y supo que *era responsable de su rosa.*
Y era responsable de sus pasos.
Entonces decidió que era el momento de tomar las riendas,
y en vez de dejarse llevar por las tormentas,
eligió volar.
Y ya no volvió a ser muchacha salvaje nunca más,
y ya no volvió a tener miedo a lo eterno.
Y quiso dejar grabado en su piel
de una manera imborrable
todo lo que su madre le había enseñado,
todas esas alas que la hacían despegar
sin dejarse descontrolar por el viento,
que la ayudaban a volar
manteniendo los pies en el suelo
y los ojos y la ilusión en el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario