martes, 20 de marzo de 2012

Este ciego, no mira para atrás

Esta culpa arrugada que se remueve cuando aparece un coche verde.
Este campo de girasoles, inmenso, amarillo, al que no voy desde que era una niña. Plagado de ilusiones y secretos deseos en cada pétalo: pompas de jabón que se lanzan al aire, con una vida efímera pero perfecta, esférica, brillante. Se chocan con tus dedos que se convierten en asesinos de la belleza: me apetecía destruir algo hermoso.
Este libro que aún no está escrito, que tiene mil comienzos y un final ausente. Decenas de historias sin completar, dejadas en el olvido por la inconstancia y la falta de tiempo.
Esta charca de ranas, estas paredes plagadas de fotos, recortes, entradas, posavasos, postales, y demás objetos absurdos cuyo significado sólo yo entiendo, cuya importancia sólo yo valoro. Ocho paredes forradas con recuerdos que se acumulan y provocan sobrecarga visual. Pero sólo si vemos lo mismo una y otra vez deja de causar efecto, es al escuchar una canción mil veces cuando puede dejar de dolerte.
Esta monotonía como una amenaza, como una sombra acechante y peligrosa.
Esta circuralidad cansada de dar vueltas.
Esta furia y esta tormenta que no se saben contener, este tornado y este ciclón, esta muchacha salvaje domesticada(?).
Esta profecía autocumplida, esta desconfianza, esta incredulidad.
Este rastro de corazones hechos trizas.
Estas promesas sin valor, estos hechos en vez de palabras.
Esta contradicción como una rutina. Todo o nada, tuya o de todos, de nadie.
Esta voz que socorro nunca pide.
Estas frases sin sentido, dirigidas a un tú que no existe, desde un yo que es distinto cada vez que escribe.

Todo.
Todo esto.
Es mío, no soy yo.
Pero me pertenece.

sábado, 3 de marzo de 2012

Difícil

"No toleraré tener fecha de caducidad"
(verano de 2008)

Es curioso como a veces el destino nos coloca las mismas palabras en la boca, pero en fechas distintas, hacia distintos ojos que (no) escuchan, con tu piel, que no es la misma, pero con el alma que la ocupa inmutable. El ruego latente no ha cambiado de contenido, aunque sí de intensidad: es lo que tiene la madurez, aprender a olvidar, y unos cuantos corazones rotos (propio y ajenos).

Ahora quieren los hilos que manejan los acontecimientos volver a escucharme diciendo (eufemismo de suplicando) las mismas palabras que antaño me arañaron la garganta al pronunciarlas y las manos al escribirlas. Entonces no surtieron efecto, ahora... Quizá lo medite dentro de otros cuatro años. Mi yo del futuro se encargará de evaluarlo.

No sé por qué siempre me ha atraído tanto la circularidad, la repetición a lo largo de las sendas del tiempo. Me fascina a la par que sorprende y asusta. Tan impredecible y pronosticable a la vez. Las lágrimas producto del miedo, el miedo producto de las lágrimas. El llanto acabado inexplicablemente en deseo, en urgencia, en reconciliación. Me han traído el sabor del pasado, cuando era adicta a la intensidad, a las peleas que acababan en un abrazo acurrucado entre dos, o a veces, un abrazo acurrucado en las propias rodillas.

Quizá nunca logré desengancharme. Quizá nunca lo logre. O puede que solo me guste tropezarme en las mismas piedras una y otra vez: me las conozco, les tengo cariño, me sé sus aristas y sus zonas afiladas, duelen igualmente pero es un dolor familiar, casi cálido.

O quizá todo esto son fantasías de una imperfección que no me acecha ni de lejos, cuyo fantasma sólo se sustenta en la incredulidad de la felicidad: es demasiado bueno para ser cierto.