martes, 7 de junio de 2016

27

Antes,
la gente me consideraba
una muchacha alegre,
despreocupada,
yo sonreía triste
y pensaba
¡ja! el disfraz funciona.

Disparaba carcajadas
para ahuyentar fantasmas,
me atrincheraba
tras mis bailes de niña,
mi espontaneidad
me protegía
y a muy pocos dejaba ver
las guerras que libraba.
Y aunque tuviera
unos cuantos aliados
en la batalla,
no pedía refuerzos,
¿quién me apoyaría
en una lucha armada
contra mi propia mirada?
Lloraba,
a solas,
para evaporar los demonios
a base de sal y aburrimiento,
y reía,
en compañía,
para protegerme de la compasión
y de la frustración,
porque sólo yo podía ayudarme:
sólo yo
podía vencerme.

Y así,
pasaron los años
y a fuerza de treguas,
de ganancias y pérdidas,
el disfraz se convirtió
en mi vestido preferido,
y dejé de usar mi risa como escudo
y empecé a usarla como abanico,
para llenar de aire fresco
no solo mi alrededor
sino también mi propio rostro
lleno de cicatrices que sanar.

No sé si el cielo
me escupió en el pelo,
o fueron mis ojos
que empezaron a inundarlo todo,
lo cierto es que ahora
me invade una felicidad
tan sana,
tan extensa,
tan calma,
tan azul
como el cielo,
como el mar,
como mi mirar,
que me sigue trayendo tormentas
pero fáciles de domesticar.

Ahora,
es fácil ser
lo que todos creen que soy:
esa muchacha alegre,
entusiasta,
que rezuma energía;
ahora,
en vez  de llorar
por costumbre
lo hago por higiene,
ahora,
en vez de reír
por precaución
lo hago por incontinencia,
estas carcajadas
no son mis balas,
estas carcajadas
son mi respiración.



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